El día amanece nuboso, con algún rayo de sol que parece querer abrirse paso entre las nubes, es decir, un día perfecto para andar en moto.
Después de vestirnos y desayunar, casi como por arte de magia, el día se ha vuelto plomizo, gris y desagradable, y la lluvia acaba de hacer su aparición sin ningún tipo de reparo. Es decir, un día perfecto para andar en moto.
Nos pertrechamos con los trajes de agua y salimos en dirección Norte para visitar las Playas del Desembarco. Este es, en realidad, el verdadero destino de este viaje pues fue Gelucho el que propuso el lugar. Cada año uno de nosotros escoge la ruta y lo que se va a visitar y en esta ocasión mi compañero se inclinó por Normandía. Yo hubiera preferido Polonia, Rumanía o cualquier lugar de la Europa Central pero, en su momento, no puse ninguna objeción porque así lo tenemos pactado. Si él tiene capricho por ver el lugar donde se decidió el resultado de la Segunda Guerra Mundial, pues adelante. Ya visitaremos Rumanía el año que viene.
Llueve de forma copiosa. Estamos haciendo el primer tramo de la ruta por autopista y, una vez más, los camiones arrojan litros de agua sucia sobre nosotros. Llevo el navegador envuelto el film de cocina, una solución, sin duda, poco elegante pero lo bastante efectiva para mantenerlo relativamente seco. A veces pienso en comprarme un Garmin Zumo, el GPS especial para moto y cien por cien impermeable pero los casi seiscientos euros que cuesta hacen que la idea se me quite de la cabeza, sobre todo al imaginar la cantidad de kilómetros que puedo hacer con ese dinero.
Ya estamos llegando a Omaha Beach, el nombre en clave que los Aliados dieron a esta playa que aún huele a muerte. Me
pregunto cuál sería su nombre anterior y si aún alguien lo recuerda.
Ya no queda mucho aquí de lo que sucedió hace sesenta años. Los chalets hace años que se instalaron al abrigo de los acantilados costeros y una carretera discurre paralela a la Playa de Omaha. Con este día los turistas no se han animado a la visita y tan solo algún autobús con jubilados aburridos se haya en el aparcamiento, así como dos idiotas en moto que, en silencio, recorren el paseo de la playa.
A pesar de ser consciente de lo que ocurrió aquí, de haber leído sobre las miles de bajas que se produjeron en el Desembarco, del horror que se vivió en este lugar, ningún sentimiento especial me asalta. Mientras miro el Monumento a "Les Braves", con inexpresivo rostro, no consigo imbuirme de la magnitud de todo esto y, la verdad, me encuentro un poco extraño, ajeno a cuanto me rodea, como mirándolo todo a través de una ventana. Me invade una cierta sensación de vergüenza, de traidor a la bandera de la libertad por no conseguir esta tragedia cale más hondo en mi pensamiento
A cambio me quedo con detalles nimios, con el chalet con tejado de paja, con el cartel de la playa, con la gravilla gruesa del aparcamiento, con la imagen de lo que se me antoja un absurdo monumento… Pequeñeces que nada tienen que ver con lo que significa esta playa en el devenir de la Historia. Prefiero no hacerle ningún comentario a mi compañero y me guardo estos sentimientos tan desprovistos de respeto con un profundo rubor interno.
Llegamos a Ponte du Hoc, un punto elevado en los acantilados donde los alemanes tenían varias baterías de artillería y que fue tomado por los Aliados escalando con cuerdas desde el mar. Este sitio me impresiona más que la playa porque puedo ver los enormes cráteres de las bombas. Inexplicablemente me sorprendo a mi mismo pensando en los perdedores, en los Nazis que defendían este punto, en sus familias y en sus casas, allá en Alemania. ¿Pero qué coño estoy haciendo? ¿Es simplemente espíritu de contradicción o que todo esto de lo militar me produce cierta náusea? Avanzo bajo la lluvia intensa avergonzado de mis pensamientos y sin atreverme a mirar a la cara de los demás visitantes, en silencio, pensando en las guerras, en el odio, en la estupidez humana. Todo esto es una mierda y quiero salir de aquí.
Ahora estamos en el cementerio de los Aliados, sobre el acantilado de la Playa de Omaha. Ha dejado de llover. Vuelvo a ver al americano de sombrero tejano y botas de vaquero y una chispa de vergüenza ajena se apodera de mí. Es tan… ¿anacrónico? Supongo que su padre o su abuelo cayeron en alguno de estos frentes pero, aún así, me sigue pareciendo ridículo el sombrero, tan lejos de su casa.
En el Monte St. Michael habíamos comentado, jocosamente, la proliferación de japoneses.. Aquí no hay ninguno. Me resulta curioso.
Paseo entre las miles de cruces de mármol blanco distribuidas con precisión milimétrica. Héroes. Muertos. Muertos y más muertos. Miles de cadáveres en torno a un monumento que no nos enseña nada, condenados, tal y como estamos, a repetir la historia una y otra vez. Dentro de unos años volverá a producirse otra gran guerra en el seno de la civilización y los supervivientes, los vencedores, orgullosos de sus héroes, volverán a levantar otro monumento que, de nuevo, no les enseñará nada. Me pregunto dónde estaré entonces, dónde estará mi hijo, dónde mi familia. Supongo que muertos.
Estoy de nuevo sobre la moto y el agua arrecia otra vez. Me alegro. Que llueva, joder, que llueva de una puta vez y que caiga agua hasta que se canse el cielo.
Las chicas, en Caen, me preguntan qué me han parecido las playas del desembarco. Impresionantes, digo poniendo cara de profundo respeto. Estoy a punto de decirles que aún huelen a muerte y a destrucción pero decido callarme y cambiar de tema.
Gelucho decide que, en agradecimiento a la hospitalidad de Alice, Camille y las demás, haremos una cena especial esta noche, Nosotros nos encargaremos. Ellas parecen encantadas con la idea así que nos ponemos manos a la obra. No puedo reprimir una mueca de asombro cuando Gelu me dice que les prepararemos arroz caldoso con bogavante. Flipo. Yo, que el día que preparé una tortilla de patatas para comer tuve que mirar la receta en internet.
Después de recorrer varias calles guiados por el GPS ya hemos comprado el pescado y el bogavante. Ahora estoy esperando a que regrese el cocinitas con una pota nueva. En la casa solo hay una y no es lo suficientemente grande para once o doce comensales. La situación me parece que se está tornando cada vez más surrealista. Y cómica. Nunca pensé en tener que comprar una pota durante un viaje en moto. Me puedo imaginar a mi mismo buscando cualquier chisme para llevar de regalo, para reparar la moto, para hacer una chapuza, pero una pota… ni en mis desvaríos más histéricos.
Nos hemos gastado una pasta, no sólo en la pota sino también en el azafrán, difícil de encontrar y caro en extremo, por no mentar al cabronazo del bogavante y los pescados para el caldo. Espero que el arroz salga, por lo menos, pasable.
Mientras Gelucho se afana en la cocina preparando fumet, pelando patatas para una tortilla o limpiando pescado, yo toco la gaita en el salón. Por puro compromiso le pregunto si necesita ayuda y siento un gran alivio cuando me dice que se arregla solo. La verdad es que no tengo ninguna gana de ayudarle ni de meterme en la cocina a hacer de pinche. Creo que ya lo se dio cuenta hace rato de mi apatía y prefiere trabajar solo.
No consigo desgranar buenas notas en la gaita, no estoy inspirado. Abro otra cerveza. Luego otra.
Ya ha pasado la tarde y todo está dispuesto para la pitanza. Al final me animé a echar una mano en la cocina, más que nada por puro remordimiento, no por lo que me apeteciese. Me pasa muchas veces esto de estar apático y posponer tareas o quedar a un lado. Y es una sensación desagradable porque ni estás a gusto sin hacer nada, con ese sentimiento de culpabilidad, ni estás realizando la tarea, con lo que la tendrás que hacer más tarde. Una mierda, ya digo.
La cena resultó estar estupenda y todos los invitados cantaron las excelencias de la cocina española. Es cierto, el arroz estaba muy bueno, en su punto. Bromeo sobre la posibilidad de llevar una pota en viajes posteriores.
Después de cenar Camille nos deleitó con un poco de su música. Ella, al hablar poco español, estaba como en un discreto segundo plano, parecía un poco tímida y casi no habíamos intercambiado palabras. Alice es más la batuta de la casa y con su contagiosa alegría capitaliza la conversación de una forma agradable y fluida de modo que poco sabíamos de Camillle, excepto de las maravillosas recetas de su abuela.
Pero Camille se ha puesto a cantar acompañada de la guitarra. Y cuando Camille canta todos callamos. Cuando las primeras notas salen de su boca, instintivamente, cierro la mía y me quedo mirándola, escuchando en silencio y dejándome arrullar por su voz suave, deliciosa. Estoy un poco fumado.
Miro a Gelucho que está sentado a mi lado, en el suelo, embelesado por la voz de Camille, como en éxtasis.
Apenas acertamos a pronunciarnos con un tenue aplauso por no romper la magia del silencio que se produce después de cada canción.
Se ha hecho tarde y tenemos que dejar la música. Mañana nos vamos a Bélgica. Desearía quedarme un día más.
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