Metz es un lugar bonito para visitar y para tomar unas copas, desde luego. El río Mosel, un afluente del Rin, atraviesa la ciudad domesticado en forma de canales e islas, discurriendo plácidamente por el centro de la villa y dándole un aire tan… francés. Una de las iglesias, el templo de Garnison, destaca sobremanera en la Belle Isle, con su torre neogótica elevándose al cielo y llamando la atención, flanqueada de puentes adoquinados y rincones, como se dice ahora, “con encanto”.
No soy yo mucho de monumentos, ni de visitas culturales, ni de museos, ni de otra cosa que no sea hacer kilómetros y kilómetros sin otro cometido que el viaje en si mismo. Sin embargo tengo cierta querencia por catedrales y edificios antiguos, por el medievo, por casas abandonas y fábricas en ruinas. Los primeros por la labor faraónica que supone construir un edificio de esas características, con sus torres graníticas elevándose hacia el Dios que representan, con sus estatuas de piedra como testigos mudos del paso del tiempo en la ciudad, de sus gárgolas, del trabajo preciosista de los canteros. De los segundos, la fábricas abandonadas y la decadencia, porque siempre pienso en lo que fueron, lo que allí se construía, los trabajadores afanados en cualquier tarea. Todo aquel trabajo, todas aquellas ilusiones truncadas por el tiempo y convertidas, ahora, en un edificio mudo con nula actividad fabril. En mis tiempos de estudiante viví en Gijón un par de años y siempre que veo una fábrica abandonada recuerdo el día que piramos clase para ir a explorar la Azucarera de Veriña. Aquella fábrica, abandonada desde que estalló la guerra civil, se me antojaba como el lugar más mágico y enigmático que pudiera haber en toda la ciudad. Recorrimos los túneles de las chimeneas, los laboratorios,los almacenes, abrimos un butrón para pasar a una sala cerrada… una exploración en toda regla que, como no, comenzó entrando por una ventana del segundo piso. Allí encontramos carnets de la CNT, nóminas de los trabajadores, una vieja máquina de escribir Royal, un Alfa Romeo de los años cincuenta, en fin, toda una serie de tesoros que eran dignos de ser conservados. A mis catorce años, creo que me impactó más la visita a aquella fábrica y su recorrido, incluso con riesgo para mi vida en una ocasión, que todo lo que intentaron enseñarme en el instituto. Durante meses no dejé de pensar en aquellos hombres cuyos carnets de sindicalista tenía ahora en mi poder. ¿Los habrían fusilado? ¿Pasarían a algún campo de concentración del los “nacionales”?¿Estarían vivos? Mi imaginación febril pasaba sobre ellos situándolos en las más variopintas aventuras. Luego pensaba en sus familias, en sus pueblos, en Veriña… Todo para mí eran incógnitas extraídas de una tarde en una fábrica abandonada.
Con los años no he perdido la afición a los edificios abandonados, a entrar en uno de esos santuarios de la decadencia y, en silencio, recorrer cada una de las estancias intentando descubrir qué era lo que acontecía en cada una de ellas.
La carretera, el viaje en moto, te deja mucho tiempo para pensar, para divagar, para hacer proyectos e imaginar o recordar otros viajes.
Rodamos por la Lorena en dirección a Los Vosgos entre curvas suaves y tráfico nulo. De nuevo hemos encontrado una ruta, diseñada cinco minutos antes de la partida, solitaria y muda, que atraviesa pueblos en los que siempre parece ser la hora de la siesta.
Empiezan a aparecer ahora prados, robles, abetos en continua sucesión mientras el calor va en aumento, la temperatura oscila de veinte a treinta grados. Conforme avanzamos hacia el sur y nos internamos en Alsacia, en el corazón de Los Vosgos, el paisaje se torna más agreste y comienzan a aparecer riachuelos que serpentean montaña abajo
Subimos el Col du Donon del que yo no tenía ni idea de su existencia y sobre el que Gelu me ilustra con su erudición sobre el Tour deFrancia. Me gustaría participar en el Tour, subir el Donon, el Tourmalet y todos esos puertos míticos… en moto, claro.
Ya llevamos toda la mañana rodando por carreteras de montaña, por valles, por parajes solitarios dejando tras de nosotros asfalto pisado y siempre preparados para nuevos descubrimientos que nos alegren el ánimo.
Alsacia me parece sorprendente, con una variedad de paisajes enorme. Despoblados valles subalpinos, donde reinan los abetos por encima de los alisos del río, praderas del montaña, cultivo de la vid en los terrenos de menos altitud, hacia el sur, todo separado de la Selva Negra alemana por el Rin.
El calor comienza a hacer estragos en mi ánimo y, ahora que han quedado atrás los bosques de abetos comienzo a estar cada vez más incómodo. La ruta ya no me llena y las contínuas paradas en cada semáforo de los pueblos de Alsacia es un suplicio para mi. No estoy cómodo. Ha desaparecido por completo la sensación de que todo está en su sitio y ni siquiera estas hermosas poblaciones me ensalzan el ánimo. El círculo vuelve a estar abierto y no estaré cómodo hasta que, de nuevo, se cierre.
Llegamos a Colmar, una ciudad de tinte medieval con clara influencia alemana donde el calor me golpea con irreverencia. Paseamos por las calles, buscando siempre la sombra y admirando las casas con entramado de madera, las flores de las ventanas, las calles empedradas. Todo aquí parece el escenario de una película del Renacimiento y nos vemos transportados a pleno siglo XV.
Un músico, probablemente rumano o húngaro, toca el acordeón en la plaza de la catedral mientras nosotros, en silencio, apuramos el último trago de una Leffe templada que hace un momento estaba bien fría. Turismo organizado pasa delante de nuestra terraza, pertrechados detrás de sus cámaras fotográficas y hordas de ciudadanos orientales, presumiblemente japoneses, lo miran todo detrás de sus ojos rasgados que parecen no querer perder detalle. A mi hoy se me escapan los detalles. Hace demasiado calor para que mi reblandecido cerebro pueda retener algo más que el sabor de la cerveza fría bajando por el gaznate.
Son las cinco de la tarde y nos resguardamos del sol en un solitario Dönner Kebab sin aire acondicionado. A los dos nos encanta la “hamburguesa turca” con su carne cortada en láminas y ese ligero toque picante. Creo que podríamos alimentarnos de esto durante todo el viaje.
Casi sin darnos cuenta entramos en Alemania después de atravesar el Rin. Es un río enorme. Qué coño enorme, es gigante. A mí, que estoy acostumbrado a riachuelos y a regatos de poca categoría y gran encanto, estas masas fluviales me parecen de proporciones homéricas. Y seguramente no sea para tanto. Esto es el Alto Rin y el río no es más que un remedo de lo que será unos cuantos cientos de kilómetros más abajo. Pero aquí, atravesando estos dos puentes, viendo las exclusas, los canales, los desvíos…todo me parece de una complejidad sin igual, un lugar donde la mano del hombre ha domesticado al río privándolo de su natural discurrir y él se ha dejado modificar mansamente, siguiendo su curso con naturalidad y sabiendo que nada dura eternamente. Hay tiempo de volver a horadar un nuevo cauce. ¿Dónde guardarías una gota de agua para que se mantuviera incólume por los siglos de los siglos? Pues eso, el círculo se cierra y el agua regresará por cualquier medio a su depósito natural.
De nuevo me voy perdiendo en disquisiciones, en conjeturas, en meditaciones con mayor o menor sentido a lomos de la V-.Strom y de nuevo vuelven las cosas a su lugar natural. Otra vez vuelve a estar todo en su sitio, la ruta cobra sentido y lo que estoy haciendo es más real que cualquier otra cosa.
La moto se detiene ahora, se para, se queda quieta, como suspendida en lo etéreo y el mundo se sigue moviendo bajo las ruedas. Es una sensación real. Estamos parados y sin embargo ahora es la ruta la que se mueve bajo nosotros. Ya nada existe. Estoy solo. No hay compañero de ruta, no hay adelantamiento de camiones. La máquina y yo estamos quietos y el mundo que nos circunda va yéndose hacia atrás. No escucho el viento en el casco, ni el motor de la moto, todo es silencio durante unos instantes. Aún me queda un ápice de consciencia para saber que esta situación es irreal, que estoy en una autopista alemana en el carril izquierdo y que voy adelantando a varios camiones sin embargo es una sensación que se queda muy atrás, como en un segundo plano, rezagada con los TIR a los que adelanto.
Respiro profundamente y, como en un pestañeo, el mundo vuelve a ser lo que era y la moto y yo volvemos a movernos en la carretera. Dios que hermoso ha sido todo esto. Que paz al sentirse quieto mientras el mundo entero sigue moviéndose desplazándose por la carretera como en un videojuego antiguo.
Los alemanes conducen deprisa, muy deprisa. Circulamos ahora por una de esas míticas autopistas sin límite de velocidad a ciento sesenta o ciento setenta por hora y nos adelantan coches de alta gama cada dos por tres. Como experiencia no está mal pero vuelvo a mis confortables ciento cuarenta mientras el sol cae a nuestras espaldas. Al norte la Selva Negra.
Nos desviamos hacia Konstanz con idea de acampar en un solitario paraje al lado del lago del mismo nombre pero parece que aquí no va a ser tan fácil acampar furtivamente en una recoleta cala fluvial. El paisaje está muy humanizado y proliferan los camping, los puertos deportivos y las carreteras con lo que, volvemos a la autopista en busca de un área de descanso con gasolinera y duchas.
La tarde va tocando a su fin y el área se hace de rogar con que, en una salida solitaria dejamos la autopista y nos internamos en una carretera de segundo orden, entre campos de nabos y maíz. Gelucho acaba de tomar un sendero a un prado, no me parece buena idea pero le sigo, no conviene irse de exploración trail en solitario. Después de atravesar el prado aparecemos en otro mayor con un enorme manzano que, solitario en medio de la hierba recién segada, nos da la bienvenida y nos invita a plantar nuestra tienda bajo sus ramas. No podemos declinar la invitación. Este lugar nos estaba esperando desde que salimos de España hace ya más de una semana.
Deja tu comentario