Otra vez sobre la moto con setecientos y pico kilómetros por delante y la sensación certera de que le viaje se ha terminado. Son las ocho de la mañana. Apenas si quedan cuatro cosas que solucionar en Pamplona y, a la hora de la merienda, estaré en casa tomando un café. Cómo se ha liado todo. Parece que llevo media vida fuera y, sin embargo, cuantas cosas buenas han pasado. Las playas de Normandía y las copas de Innsbruck son algo que pertenece a un pasado que ahora se me antoja muy lejano, casi diluido en una nebulosa tan espesa como la niebla de ayer. Los recuerdos se amontonan pero son algo tan poco tangible… Nada hay como el momento presente, como el instante preciso e intenso en el que las cosas suceden. El resto es pura invención, un ejercicio imaginativo de recuerdos maleados destinado a perpetuar sensaciones de las que tan sólo retenemos lo agradable, tendiendo a olvidar la parte más oscura e indeseable de nuestras experiencias. Afortunadamente.
El río Esca discurre a mi lado, paralelo a la carretera en dirección Sur. Baja bravo. A las aguas del deshielo hay que sumarle la caída en estos días del agua que ha provocado las inundaciones. Mientras en España se libraban batallas contra el agua en todo el Norte, nosotros estábamos en el Tirol, inmersos en una ola de calor húngaro que nos dejaba treinta grados de temperatura. La niebla se empeña en acompañarme aunque hoy se mantiene a una distancia prudencial por encima de mi cabeza de modo que no me impide la visión de la carretera. A cambio se me ocultan las zonas altas del valle, los cielos azules recortándose contra la violencia de las cumbres pirenaicas.
No hay ni un acelerón, ni una salida de tono en una curva, ni una inercia. Cada kilómetro es negociado con suavidad exquisita ante al miedo de que la cadena se rompa. Si ayer sus quejidos eran estridentes hoy se empeña en recordarme su suplicio con cada tumbada encogiéndome el corazón más de congoja que de pena, la verdad. Visualizo la cadena rompiéndose y destrozando el motor No estoy seguro de que vaya a llegar a Pamplona. Ayer localizamos un taller de Suzuki a través del hermano de Josean y hoy me dirijo allí para realizar el cambio del kit de arrastre. No los he llamado pero confío en que tengan por costumbre el apiadarse del viajero y no me hagan esperar demasiado. Me pregunto a qué se debe este exceso de confianza al dar por certeras suposiciones que se cumplen tan pocas veces. Ni el francés salió a invitarme a café, ni la lluvia cesó cuando yo lo di por hecho, ni el mundo avanza como yo vaticino.
Dejo atrás los paisajes indómitos y las tradiciones ancestrales del Valle del Roncal y desemboco, a la par que el río, en las anchuras esteparias oscenses, en el pantano de Yesa, rodeado de carrascas, sabinas, bojes y con saucedas en algunos de los entrantes y riachuelos. Creo que es la segunda vez que paso por aquí y algunas de las curvas ya me resultan familiares así como alguna de las vistas.
En Pamplona busco el taller sin la ayuda del GPS y doy varias vueltas por la ciudad hasta que, al cabo de un rato consigo encontrarlo. No tienen kit de transmisión para mi moto y es necesario pedirlo a Irún. Abro mucho los ojos y me quedo sin palabras mirando al dueño del taller. A Irún… El hombre me tranquiliza diciéndome que a las seis o las siete de la tarde lo tendrá aquí así que me hago a la idea de pasar el día en Pamplona y viajar de noche. Es como si los acontecimientos se fuesen encajando como un tetris confabulándose para atraparme e impedir mi llegada a casa. Prefiero borrar de mi mente estos pensamientos que me atenazan y procurar sacarle partido a la situación pero aún no sé como hacerlo.
Mónica me ha dejado para siempre.
La conocí a través de Internet, ella estaba en París y yo en la confortabilidad del salón de mi casa. Luego ambos viajamos juntos por España, Por Europa, por África. Fueron varios años en los que le tomé mucho cariño. Es cierto que a veces me exasperaba con su deje de autoritarismo y su empeño en hacer las cosas a su manera pero su presencia, la mayoría de las veces, me tranquilizaba y me daba seguridad en mi mismo. Ahora, sin escuchar su voz cercana, me siento perdido, sin rumbo, sin saber a dónde encaminar mis pasos o hacia dónde enfilar la rueda delantera.  Y lo peor es que la culpa ha sido solo mía. Algo ha tenido que ver un dependiente del El Corte Inglés, cierto, pero mis actos impulsivos e irresponsables son los culpables de que la haya perdido para siempre. Sé que sin ella ya nada va a ser igual. Sentado a pocos pasos de la moto, mientras escribo estas líneas en mi diario de viaje, la echo de menos y tengo un fuerte sentimiento de pérdida, un remordimiento tenaz que me hace sentir insensato, estúpido, imprudente… Ahora se me vienen a la mente mis enfados con ella, cuando irritado, la ignoraba de forma deliberada maldiciendo su obstinación. Y ahora que ya no la tengo la echo de menos y deseo que vuelva. Pero eso no va a pasar, lo sé.
Cuando el dependiente me preguntó si funcionaba a doce voltios le dije que sí con aplomo y seguridad, a doce voltios. Llegué otra vez a la moto y coloqué el adaptador de alimentación en la toma que se haya escondida debajo del carenado. Pero no. Mónica no funcionaba a doce voltios. Ella era un modelo antiguo de cinco o seis. Tanto tiempo dejándome acompañar por sus instrucciones y ni siquiera tuve la curiosidad de mirar las especificaciones técnicas antes de cambiar la alimentación.
Le doy vueltas al GPS, enchufando y desenchufando el conector sin querer darme cuenta de que Mónica ya ha dado todo lo que tenía que dar, ahora está muerta. Su último estertor fue un amago de encendido en forma de luz brillante, como una estrella que se apaga en una última explosión de luminosidad. Acaricio con la yema de los dedos la pantalla y guardo el navegador en la maleta con tristeza. La sobretensión ha fundido sus circuitos sin darle tiempo a decir “ha llegado a su destino”.
Necesito sustituir a Mónica. Sin ella pierdo el norte y navego sin rumbo. En el Media Markt hay un montón de navegadores, TomTom, Garmin, Magellan… pero ningún MioMap como el que tenía, donde Mónica moraba y del que su voz salía con aquella decisión robótica. Estos son más modernos, con mapas en tres dimensiones y funciones que no usaré nunca. Ninguna de las unidades que hay a la venta me convencen y ninguno de los dependientes parece reparar en mi presencia. Entablo conversación con dos reponedoras sobre temas banales. Ellas no saben resolver mis dudas y no pueden ayudarme a encontrar otra Mónica que  me guíe. Cuando por fin me decido por un modelo, otro MioMap, resulta que es el último que queda, el que está en exposición y no me lo pueden vender. Definitivamente, a la mierda.
Abandono el centro comercial y al llegar a la moto me doy cuenta de que he perdido la llave. Desando mis pasos y rebusco en cada rincón de la moqueta azul de la tienda pero no la encuentro por ningún lado. Voy con la cabeza baja y la espalda ligeramente encorvada, como humillado por las pérdidas recientes y la gente me mira, lo noto. Me apetece decirles que me ayuden a buscar la llave de mi moto, contarles que tengo que continuar mi viaje, que he jodido el GPS, que mi amigo aún está en Italia esperando a ser repatriado, que llevo veinte días dando vueltas por Europa, que me quiero ir a casa. Al momento veo a todos los clientes con la cabeza agachada, horadando con la mirada cada rincón de la moqueta en pos de una llave en la que se puede leer SUZUKI. Obviamente nada de eso ocurre. Como de costumbre todo está en el interior de mi cabeza. De repente recuerdo que, pegado en el interior del carenado, cerca de la toma eléctrica, tengo una llave pegada con cinta americana. Espero que aún esté ahí.
Está.
Vuelvo a Pamplona y me pierdo varias veces en el polígono industrial. Luego lo mismo en la autovía. ¡Qué me está pasando? Es como si, al no disponer del navegador, hubiese perdido todo mi sentido de la orientación. ¿Qué ha pasado con mi proverbial instinto para ubicarme? Creo que en los últimos años he dejado la tarea de guiarme en manos de Mónica y ahora he perdido práctica. Si, seguro que no es más que eso.
En la ciudad me voy a comer con mi amigo Josean a la estación de autobuses. Él también ha bajado del Roncal, a trabajar, y tenemos una hora para comer y volver a despedirnos. Le cuento mis desventuras mañaneras mientras comemos una hamburguesa.
De nuevo a las puertas del taller me dispongo a esperar tres horas hasta que llegue la cadena, al fin y al cabo no se me ocurre nada que hacer en esta primera mitad de la tarde. Me veo incapaz de elaborar planes alternativos así que me tumbo en un banco y, después de escribir un rato en el diario de viaje, me duermo plácidamente.
Por fin estoy de nuevo en ruta con una nueva cadena, tan ancha que parece la transmisión de un barco. Ya he dejado atrás Burgos y cerca de León el cielo comienza a teñirse de negro. Nubes ominosas se ciernen sobre la meseta a mis espaldas mientras el ocaso tiñe de tonos anaranjados el Oeste. Poco a poco el negro va siendo más negro y el naranja refulge con fuerza inusitada. Es una puesta de sol rabiosa en la que el día se resiste a morir a manos de la tormenta. Comienza a llover violentamente mientras el sol se oculta en el horizonte. Dios, que raro es todo esto. Allá, a lo lejos, veo el cielo despejado, el sol que se cae al abismo del horizonte mientras, sobre mi cabeza, negros nubarrones descargan con furia todo su contenido. Jamás he visto algo parecido. Es la puesta de sol más rotunda que haya presenciado nunca. He recorrido media Europa para venir a toparme con esta increíble estampa casi a las puertas de mi casa. Poco a poco la magia que lo inunda todo va remitiendo y las sombras engullen la tierra de Campos. Nada es perenne y también la magia, como un orgasmo, es etérea y fugaz. Me siento tan afortunado de haber presenciado esto. Este sí es el fin de fiesta definitivo, el colofón magnífico a un periplo de veintiún días de peregrinaje hacia el interior de uno mismo. Esta explosión de color, este contraste tan marcado entre el día y la noche ha sido como los fuegos artificiales que marcan el final de una celebración. El vello de los brazos y de la espalda se me eriza y, excitado, siento como algo que no sabría describir se propaga dentro de mi.
Termino el viaje entre las sombras de la noche, tranquilo, descansado, anhelando abrazar a Elena y a Martín.