Dedico un buen rato a repasar todos los rincones de la habitación para no olvidar nada. Me molesta mucho olvidarme cosas en los hoteles. A veces no es tanto por la pérdida en si misma como por dejar un trozo de intimidad tirada en cualquier parte. Una última ojeada en el baño y un último vistazo a la terraza donde, definitivamente, me despido del campanario que me acompañó cada mañana. No echaré de menos su sonido pero sí la vista que me regalaba al levantarme.
Son las siete y media y estoy sentado sobre la moto con el traje de aguas puesto. Arranco y escucho durante unos instantes el suave ronroneo del motor. Dejo que se caliente y cierro los ojos henchido de felicidad. Intento retener esta sensación para siempre. Los guantes gruesos sobre mis manos, el sentir el asiento bajo mi culo, la ténue vibración… Acelero un poco y suelto. La cara se me ilumina en una sonrisa malévola. Meto la primera marcha y comenzamos a rodar por el empedrado mojado. Allá voy.
En poco más de 15 km ya estoy en Suiza. No noto mucha diferencia en el cambio de país. La frontera, a la entrada de un pueblo, está vacía. Un policía metido en lo que parece una cabina de peaje apenas levanta la vista para verme pasar.
Las curvas se suceden desde hace rato y unos kilómetros atrás comenzó a llover. Ahora estoy en el Parque Nacional Svizzer donde las praderas alpinas se hayan profusamente salpicadas de abetos de todos los tamaños. Surgen entre la niebla como fantasmagóricas figuras que se asoman a saludarme. Apenas hay tráfico durante kilómetros y me siento solo, perdido en la inmensidad de los Alpes. Tan pronto estoy en la cima de un collado como en un profundo valle donde las montañas parecen aún más majestuosas.
Llegando a Davos las montañas, los abetos y el enorme lago forman una alianza que supone una pesadilla para cualquiera que intente describir tanta belleza. Las casitas de madera lamen las aguas con sus pequeños embarcaderos. Los hoteles “con encanto” acercan sus terrazas al lago y los prados se sumergen en sus orillas llenas de quietud. Una pequeña enormidad se instala allá donde dejo caer la mirada. Todo es tan bello, tan perfecto que ni siquiera me atrevo a detenerme para no caer en la tentación de pensar que esto existe realmente.
Dejo Davos atrás por carreteras nuevas e impecables, trazadas por ingenieros de lo imposble y llego a una zona industrial, gris y aburrida, que domina el fondo de uno de estos valles. He de desviar la mirada hacia lo alto de las montañas para no ver que incluso en la pulcra y ordenada Suiza hay que pagar el tributo al progreso en forma de mierda.
Asciendo en Oberalppass entre la lluvia y la niebla, salpicado por el barro de los camiones que trabajan en las obras de la carretera. Cada ciertos kilómetros hay paso alternativo a causa de las obras y aprovecho para adelantar a todo el mundo. Me acabo de llevar un bolardo por delante.

Oberalppass

Oberalppass

Oberalppass

Aquí arriba está frío, unos cinco grados. El lago está parcialmente helado y el agua del deshielo se empeña en ocuparlo todo. Con las manos congeladas lio un cigarrillo y dejo que el frío me golpee la cara. Un autobús de jubilados aparca al lado de la moto y todos se bajan con un controlado estruendo. Las excursiones de jubilados son iguales en todos los países con muy pocos matices. Señoras que dan grititos histéricos, abuelos que ya están de vuelta de todo y que les importa un carajo a dónde les lleven con tal de que los saquen de su tedio… El día no parece muy propicio para quedarse a admirar el paisaje y entran en tropel a la cafetería a hacer pis. Apuro el cigarrillo y vuelvo a la moto. Realmente hace frío. Supongo que será una idiotez mía pero me da la impresión de que hace más frío parado que en la moto.
En la bajada hay buen piso, espero que las obras hayan quedado definitivamente atrás. A mi derecha un tren de cremallera asciende a plomo por la ladera. Está diseñado de un modo extraño, se me antoja un tren bastante raro, como si una desproporción que no alcanzara a comprender lo dominase.
Y ahí delante tengo el Furkapass, otro de los míticos puertos suizos. Encaro las primeras rampas con nulo tráfico y enseguida vuelven a acompañarme la niebla y la lluvia. La carretera se va estrechando por momentos y la gravilla y los baches se hacen patentes. Estoy arriba del todo, dominando el Furkapass pero no veo absolutamente nada. El frío y la niebla se han enseñoreado en estos paisajes y yo estoy aquí solo, en lo que me parece el centro de ninguna parte. Me siento frustrado y helado a partes iguales.
La carretera serpentea hacia abajo entre las laderas peladas de piedra gris. Las torrenteras acumulan enormes bloques pétreos y las cascadas acentúan la sensación de paisaje en blanco y negro. Aquí no hay abetos, ni praderas, ni otra cosa que no sea piedra y desolación que asoma sin pudor entre los jirones de niebla que se atreven a independizarse de su matriz. La nieve, sucia, bordea la carretera y le da a todo un aspecto muerto. Conforme desciendo la vegetación hace acto de presencia, en forma de matorrales achaparrados primero y con algunos abetos aburridos más abajo.
Me encuentro con el desvío a Grimselpass, otro de los míticos. Está cerca pero yo ya no tengo ánimos para seguir subiendo puertos como si quisiera batir algún tipo de récord y no ver absolutamente nada. Supongo que tendré que volver  en otra ocasión porque hoy no es el día para admirar montañas.
De nuevo me veo inmerso en un nuevo valle de origen glaciar, hermoso, abierto, con casas de madera que se asoman en los bosques tímidamente, como si les diera miedo  dejarse ver por el viajero. Surgen aquí y allá, solitarias o formando grupos, con sus paredes de troncos viejos, camufladas entre los océanos de abetos. Es la típica estampa suiza que se repite hasta la saciedad y que no me canso de mirar y admirar. El verde, en su más rotunda expresión, se muestra sin pudor alguno pintándolo todo y haciendo que me pregunte de dónde coño sale tanta belleza. Todo esto es como una inmensa sinfonía en el que no hay una nota discordante. Los leñeros bajo las casas tienen los troncos para la chimenea cortados al mismo tamaño y no encuentro uno que sobresalga más que el resto. Las flores de las ventanas están situadas a una equidistancia perfecta, la hierba no se atreve a crecer más de lo debido para no desagradar…
Tan solo la cadena de mi moto osa importunar la perfección con un insistente y desagradable sonido que se repite en cada curva. Clac, clac, clac.

Hórreo

Me detengo en una de las aldeas, al lado de un hórreo que me recuerda mucho a los de mi tierra. Aquí son más grandes y con tejado a dos aguas pero con los mismos “pegollos” que separan la estructura del suelo y la aislan de la humedad. Enormes palafitos en los que, tranquilamente, se podría hacer una vivienda. Las paredes son de troncos, engarzados y ennegrecidos por el paso de los años. En una de las casas veo la bandera de España. Me acerco a curiosear con la esperanza de que un compatriota me invite a un café. Incluso me dejaría invitar a comer de buena gana puesto que son las cinco de la tarde y desde las siete de la mañana no he probado bocado. Pero no ocurre nada de esto. Las calles del pueblo parecen desiertas y no se ve a nadie.
He quitado las maletas y estoy tumbado bajo la moto, llenándome las manos de grasa e intentando dar la tensión adecuada a la cadena. No hay manera. En parte del recorrido está con la tensión buena y en la vuelta siguiente demasiado tensada. Intentaré llegar a una solución de compromiso. Lo cierto es que este kit de arrastre tiene unos 15.000 km. , no me parece que le haya llegado el momento de dar problemas.

Una moto acaba de detenerse a mi lado. Es una naked que viene cargada con tienda de campaña y alforjas, inmediatamente me identifico con su propietario. Es un francés de Marsella que viaja camino de casa. Charlamos un rato mientras empaquetamos nuestros trajes de agua, dando así por concluida la jornada de lluvia. Es más una declaración de intenciones o un deseo que una decisión fundamentada en algo tangible. Cierto es que hace rato que ha dejado de llover y el sol se asoma de vez en cuando pero la previsión meteorológica es de agua para todo el día. Compartimos tabaco de liar e impresiones de la ruta. Él ha venido ayer por Grimselpass y está impresionado por el paisaje.
Circulo por una impecable autopista suiza mietras pienso que no tengo la pegatina que me autoriza a circular por ella, me imagino que la multa será cuantiosa.
De camino a la frontera asciendo otro puerto que atraviesa el mazizo del Mont Blanc por la Alta Saboya. La bajada, entre árboles y curvas me interna en Francia sin que haya sido consciente del paso por la frontera.
Ahora estoy en una extraña autovía en dirección a no sé muy bien dónde. La chica del GPS recalcula la dirección constantemente o sea que, probablemente, me haya equivocado de carretera. Circulo por una carretera de doble carril desdoblada. Es decir, una nacional llena de curvas a la que han añadido otros dos carriles en sentido contrario al otro lado del río. Es una sensación extraña tomar una curva ciega por la izquierda, aún sabiedo que no viene nadie de frente uno tiene la impresión de peligro. Al llegar a Chamonix entro en una autopista normal y aburrida. Digo adios definitavamente a los Alpes, a las montañas enormes, a las curvas de vértigo, a los precipicios insondables y al verdadero viaje. Esto se ha terminado.
Poco antes de llegar a Grenoble el cielo se rompe en mil pedazos dejando caer sobre la tierra todo su contenido. Gotas de agua del tamaño de puños se estrellan contra el asfalto con inusitada violencia. En pocos minutos el agua lo cubre todo y reduzco la velocidad a ochenta por hora. Toda la autopista parece un gran charco.
En Valence aún sigue lloviendo un poco y decido parar a dormir. Está anocheciendo y estoy cansado. Llevo poco más de setecientos kilómetros pero me da la impresión de haber hecho el doble. La lluvia, la niebla, los puertos, han hecho que condujese extremando la atención y estoy derrotado. En la salida de la autopista hay un hotel Ibis. En alguna parte he leído que son baratos así que decido regalarme una noche con ducha y cama blanda. Antes de entrar en la recepción miro la lista de precios y veo que la noche son 78 euros. Demasiado para mi presupuesto. Adios al Ibis.
Me detengo en un área de descanso y monto la tienda bajo la lluvia. La meteorología me da una tregua mientras ceno un bocadillo y, antes de que comience a llover de nuevo, me meto en el saco. A poco más de diez metros una bomba de agua arranca cada cinco minutos con un golpe metálico, como un sartenazo. Cada vez que estoy a punto de dormirme el golpe del metal contra metal me saca de mi sopor y me desespera. Poco a poco voy cayendo, agotado, en los brazos de Morfeo hasta que, a las cinco de la mañana, otro diluvio golpea la tienda de campaña con insistencia. A las seis y media estoy levantando el campamento.