Escocia capitulo I. Tomando rumbo
12 de junio de 2006
Al fin, después de varios meses llega el ansiado momento de la partida. Me inundan las dudas y la zozobra de todos los viajes más o menos largos.
A las 8:30 de la mañana, con lluvia copiosa, rayos, truenos y centellas y con la Yamaha Tenere perdiendo, (como no), aceite, salgo de mi confortable hogar en el occidente de Asturias con dirección a Santander. Me quedan unos 400 km por delante y muchas aventuras por vivir.
La primera parada es a los 45 km de casa para, espantado, comprobar que tengo una copiosa fuga de aceite en la tapa del filtro. Mal comenzamos. Esto no barrunta nada bueno porque el taller está cerrado y yo ya blasfemo en idiomas desconocidos, arameo seguramente.
La segunda parada es en un taller especializado en vehículos todo terreno que me dice que todo está bien aparentemente, pero que, por si acaso, cambie la junta de goma.- Puede ser- , musito apretando los dientes, -puede ser – Ayer por la tarde estuve revisando el motor y quizá me haya cargado la junta. Maldigo de nuevo al cielo por regalarme tan copiosa lluvia y continúo hacia Oviedo. Allí, en un taller de motos y después de esperar dos horas, me cambian la junta de la tapa y la moto deja de perder aceite. El cielo comienza, tímidamente, a abrirse y poco a poco va escampando. Como había perdido dos horas apreté la marcha por la autovía y abandoné mis planes de rutas secundarias. Al llegar a Santander me dirijo sin problemas al ferry siguiendo las indicaciones que hay en las vías principales de la ciudad y antes del embarque ya tengo mis primeros problemas con el idioma, aunque se subsanan rápidamente al percatarse mi cántabro interlocutor de mis dificultades con la lengua de su graciosa majestad. El barco, Pont Aven, es enorme.
Sus tripas me engullen y, sin darme cuenta estoy en la cubierta 2, rodeado de motos con matrícula inglesa y dudando si dejar o no parte de mi equipaje sobre la moto. Al final un chica de la tripulación de indica que no hay ningún problema de robos, el acceso a las cubiertas de vehículos es imposible durante la travesía, (lo he comprobado personalmente en el regreso).
Una vez que dejo a la “Mariposa Negra” en las entrañas del paquebote subo hasta la cubierta 9, si, la nueve, ya ves si es grande esto. Allí, asomado en la borda veo como se aleja España y me acuerdo de los miles de emigrantes que en la primera mitad del siglo XX dejaron el país con rumbo a las Américas. Mi viaje no tiene nada que ver con eso, pero no dejo de preguntarme cómo se sentirían, me parece estar oyendo sus llantos, su tristeza infinita al dejar su hogar y la mayoría de las veces, su familia, sus amigos, con rumbo a lo desconocido. Mi viaje durará 18 horas. El suyo duraba a priori, un mes, a posteriori quizá una vida. Les envío un abrazo fraterno a mi familia argentina y uruguaya.
Mientras estoy embelesado con la enormidad de este buque conozco a una pareja de españoles que también se dirigen a Escocia. Charlamos un poco y nos despedimos.
Recorro todas las cubiertas y compruebo que todo el mundo habla en inglés con lo cual no entiendo nada. Esto promete.
El barco es muy elegante y todos caminamos como si fuéramos borrachos. Tal y como suponía no siento mareos ni nada parecido, no es mi primer viaje en barco, pero el sube y baja hace que el equilibrio se vea un poco alterado, sobre todo esta noche que hay mala mar. Me acabo acostumbrando, pero es desagradable.
Ya son las cinco de la tarde y recuerdo que aún no he comido. Mis tripas reclaman su parte y yo, solícito, acudo con prestancia al restaurante self-service donde me clavan 13 euros por lo que en un chiringuito de Santander no costaría más de 7. Mas tarde tendría ocasión de comprobar que el concepto de caro o barato es algo muy relativo.
A media tarde me despiertan mis propios ronquidos en uno de los sofás de la cubierta seis. Aún no he encontrado la sala de butacas en la que se supone que estoy cómodamente alojado. De repente recordé que no había cambiado dinero y decido hacerlo en la oficina de cambio del propio barco. La comisión de cambio son dos libras y media, unos 4 euros. Inmediatamente comprendí porqué no había cola para el cambio.
Sigo deambulando por el barco cargando con la bolsa sobredepósito porque no me atrevía a dejar las cámaras en la “bagaje room”, una habitación cerrada en la que deposité la cazadora y el casco. Se abrirá media hora antes de la llegada. Voy vestido con bermudas y botas de monte en un maridaje entre la mar y la montaña salvaje de la que procedo. Me veo reflejado en los cristales de popa y sonrío… todo está bien y soy un tío elegante.
En el restaurante de proa, mirando como las olas salpican la cubierta añoro la moto. Ya sé que es una tontería pero siento un no-se-qué. Nadie me la va a robar pero no me siento cómodo.
Aquí en la proa el vaivén es más acusado pero ya me da igual. Estoy relajado y feliz mientras escribo esta crónica pero no puedo evitar pensar en voz alta
– Viajar en solitario es un placer, pero no tienes con quien comentarlo-
Ruta Grandas – Santander, unos 350 km.
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