Lo peor de levantarse con resaca es la tristeza. El mundo se desploma bajo tus pies sin que puedas hacer nada. No hay cosa alguna que te consuele. Todo lo que ayer parecía maravilloso hoy carece de importancia y ha perdido su brillo. Además es una mierda.

A esto hay que sumarle el horrible dolor de cabeza y la dificultad para respirar con normalidad debido a lo mucho que se fumó el día anterior. Así estoy ahora mismo. 

Miro a mi alrededor y estoy en una cuadra. Animalillo.

Haciendo acopio de valor me incorporo y procuro que todos los músculos vuelvan a funcionar de forma correcta. Busco paracetamol para desayunar pero no tengo nada a mano. Joder, que mierda.

Me pica el culo. Y la espalda. Y los brazos. Al examinarme con detenimiento observo que estoy lleno de ronchas. Las miro con interés intentando determinar si las picaduras son de pulga o de chinche. De pulgas, creo. Me rasco con violencia hasta que el dolor sustituye al prurito. Lo dicho. Qué mierda.

Desayuno el bocadillo de jamón de ayer y recojo todos los trastos. Al ponerme el pantalón de cordura noto una sensación desagradable al sentir su tacto húmedo y frío.

 

La moto sigue yendo como una seda. Ruedo despreocupado por el norte de Italia en dirección a Francia. El cielo, poco a poco, comienza a abrir y el mundo es, de nuevo, un lugar agradable y maravilloso para verlo a lomos de una motocicleta. La resaca de esta mañana no es más que un vago recuerdo mientras conduzco en dirección a Génova. En Milán, hace media hora, me equivoqué de salida y estoy yendo por la autopista del oeste. De las dos que hay es la más peligrosa. De hecho creo que es la más peligrosa de todo el país debido al número de accidentes.

Ni siquiera ese presunto peligro me arredra. Hoy será un día de kilómetros, de autopista y de tedio. Pero no importa. No tengo ninguna otra cosa que hacer que no sea estar sobre la moto devorando la carretera.

Las curvas cerradas se suceden. En algunas la velocidad máxima permitida es de ochenta por hora. Ésta es una de las autopistas de los tiempos de Mussolini, el gran follador. Il Duce tuvo un final violento, como sus encendidos discursos. Acribillado a balazos en una carretera comarcal y expuesto a las masas enfervorecidas para público escarnio. Que no como ejemplo porque éstos duran los instantes fugaces en los que la mente humana retiene las lecciones prácticas de Historia. Precisamente estos días los italianos vuelven a tener a Il Cavaliere, su otro Duce, en el disparadero judicial por haberse liado con una menor. Otro gran follador al que el pueblo admira. Da igual que lleves a tu pueblo a la ruina siempre y cuando seas un gran macho alfa que se trinque tías buenas. Seguimos pensando con la polla.

Los quitamiedos son ocres, cubiertos de herrumbre. Pienso que pueden hacer más daño por la infección que por el corte con una de sus aristas. La bajada a Génova es vertiginosa y brutal. Curvas cerradas que se suceden y cada una de ellas con su camión entorpeciendo la trazada. Circulo con precaución pero tranquilo, no hay nada que temer.

 

Hace rato que entré en Francia y estoy parado en un peaje, justo después de pasar las cabinas. En un arranque de intrepidez me acabo de colar otra vez. En esta ocasión ha sido detrás de un autobús checo. Me pegué bien a la parte trasera y allí, camuflado al rebufo pestilente de su tubo de escape, cometí mi ilegalidad. La cosa no salió todo lo bien que  yo esperaba porque el checo salió demasiado lento y la barrera cayó con estrépito sobre mi casco. Luego rebotó en la maleta trasera y por fin, se acomodó en su posición con un sonido seco. En un gesto idiota me rasqué la cabeza como si me hubiera hecho daño. En realidad me rasqué el casco imaginándome lo cómico de la situación. Me detuve  aquí y ahora estoy esperando a ver qué pasa. 

Miro hacia los lados, hacia las cabinas de peaje, al resto de conductores. Pero no ocurre nada. los coches siguen pasando y nadie me hace ningún gesto para que vaya a pagar.

Decido seguir dejando atrás mi pequeña trastada.

Unos kilómetros después del peaje veo unas luces rojas y azules en el espejo retrovisor. Es la policía. Cada vez están más cerca. Ahora los tengo detrás. Sopeso la idea de salir de estampida, sacarles ventaja y meterme en una secundaria. Rápidamente desecho tamaña estupidez. No conseguiría despegarme de ellos y no haría más que empeorar las cosas.

Estoy un poco nerv
ioso.

Señalizo la maniobra y vuelvo al carril derecho. Ahora se pondrán delante de mi y un cartel luminoso me hará señas para que los siga. Joder. El haberme saltado el peaje me va a costar un multa de tamaño europeo. Cuánto me he ahorrado saltándome peajes? Cincuenta euros? Sesenta? Ahora voy a pagar trescientos. O seiscientos. No tengo ni idea.

No se han puesto delante. Se alejan poco a poco, supongo que buscando una salida para trincarme. Los sigo a unos doscientos metros para que no les de tiempo a pararme si se bajan del coche. En la siguiente salida abandonan la autopista dejándome con el corazón a cien y una zozobra que tardaré un rato en olvidar. Me hago la firme promesa de no volver a saltarme un peaje. Al menos en Francia.

Intento rascarme el culo pero las ronchas más violentas y molestas coinciden bajo la protección del pantalón de cordura. A cambio me rasco las del brazo, las del cuello y las de la espalda en un ejercicio de contorsionismo sobre la moto.

Abandono la autopista con la intención de disfrutar de una vida menos estresante y me encuentro circulando entre caravanas eternas. Tráfico lento en dirección a Mónaco y coches de lujo haciendo ostentación de riqueza.

 

 

El Mediterráneo está a mi izquierda, majestuoso y enorme, irradiando paz y meciendo suavemente los yates de los millonarios. Los ricos siempre se mecen suavemente, acunados por los dulces vaivenes del poder. Allí abajo están el palacio de los Grimaldi, el casino de los Grimaldi, los hoteles de los Grimaldi y el pequeño país de los Grimaldi. Y yo estoy aquí arriba, sentado en mi moto, observándolo todo desde la distancia. Dos realidades que corren paralelas  y que nunca confluirán. Pienso en ello un rato mientras el sol de la Costa Azul me acaricia el rostro. Qué dulce vaivén. No hay tanta diferencia entre uno de esos millonarios de allí abajo y yo. Ambos disfrutamos del mismo sol, ambos compartimos el mismo paisaje. Respiramos el mismo aire y, después de muertos, nos convertiremos en lo mismo, polvo cósmico. No somos tan diferentes.

Siendo pragmático pienso que, de ser millonario, probablemente me compraría una moto nueva, dormiría en hoteles de calidad en lugar de cuadras y le dedicaría más tiempo al viaje. Sería igual de intenso? Quién sabe. Probablemente me daría a las drogas, al juego en el casino de los Grimaldi y a joderle la vida a alguien. Mejor seguir siendo un prófugo español.

 

Cannes, la Meca del cine europeo durante los días del Festival es un puro atasco. Gente normal, con trabajos normales y vidas normales que deambula de un lugar a otro con prisa por llegar. No veo aquí ni un ápice de glamour ni nada que me haga pensar que es un lugar especial. Localizo un camping en el GPS a pocos kilómetros de aquí.

Este último tramo esconde calas recoletas y playas coquetuelas que ya han sido colonizadas por el turismo de masas. Son hermosas, si, pero ya han perdido toda su gracia, prostituídas en la vorágine de lo chic. Lucen sus paseos, sus barquichuelas y sus veleros espectaculares como una anciana con minifalda. Es el paraíso del artificio. 

 

El camping está bien. Situado en una zona residencial con los típicos chalets a pie de costa. Desde mi parcela llego a la playa en un minuto. Las vistas del atardecer son hermosas pero esta playa, constreñida entre los muros del camping, quedó reducida a una tira de arena de cinco metros de ancho que le roba el atractivo. Es una playa triste, melancólica que llora, solitaria, añorando un pasado salvaje.

Ceno en el restaurante del camping con vino peleón del Ródano. No está mal. Charlo un rato sobre España con unos parroquianos, sorprendentemente bien informados, y me retiro a la tienda. Agradezco que no toquen el tema del fútbol, es t
an recurrente que me resulta vomitivo.