12. Ljubljana – Dobiacco. Ser pijo tiene su precio.
El albergue estaba tomado por los deportistas de varios colegios de acción católica y las niñas paseaban sus ebúrneos encantos con evidente descaro por las instalaciones, haciendo que, en algún momento, me sintiera fuera de lugar y un tanto ruborizado. Su juventud y la equilibrada belleza de alguna de las chicas me hacía sentir un tanto incómodo, aunque eso no era óbice para que no les quitara los ojos de encima.
Volvimos a las motos y a la carretera abandonando Ljiubljiana en dirección noroeste, con la mente puesta en Italia y en los míticos Dolomiti. Naco nos había recomendado el paso por el Parque Nacional Trigalvski Narodn y hacia allí nos dirigíamos siguiendo, obedientes, las órdenes de la chica del navegador. Ella es un tanto espartana, parca en palabras y escueta en explicaciones pero, cuando no conozco la carretera, la encuentro altamente encantadora y pienso mucho en ella. Y eso que a veces se despista un poco y me envía por infectos viales poco aptos para la circulación motorizada. En esos momentos me gusta pensar que Ella, que lo conoce todo, quiere mostrarme algo especial y me desvía de mi ruta consiguiendo, en ocasiones, llevarme a esos parajes que cree que debo conocer.
La carretera comenzó a tornarse rizada por momentos de modo que, en poco tiempo, nos vimos envueltos en un desagradable vaivén que, si bien no dificultaba la conducción en extremo, la hacía sumamente incómoda. Bajo estas condiciones desgranamos la ruta por los hermosos valles eslovenos, enormes planicies sumergidas en la primavera al fondo de las cuales comenzaban a vislumbrarse las estribaciones de los Alpes Julianos.
Conducción placentera, sin sobresaltos, lejos de casa pero ya de vuelta a ella y con unos miles de kilómetros a nuestras espaldas. Seguramente hay placeres mayores pero, en ese momento, tan solo esa porción de orbe que se abría ante la rueda delantera de la Vstrom tenía importancia. No había guerras, ni muerte, ni sufrimientos, tan sólo el mundo puesto ahí delante para mi disfrute personal.
Un coche haciendo “eses” marchaba en primera posición guiando una caravana de varias decenas de vehículos que fuimos superando sobre la línea continua. En el resto de países de la ex-Yugoslavia esta señalización se respeta más bien poco o sea que yo decidí que aquí tampoco se respetaba. Gelu, más cauto en este aspecto, esperaba, pacientemente, a que apareciera la línea discontinua, práctica ésta que había abandonado en las carreteras nacionales italianas hacía ya tanto tiempo que se nos antojaba una eternidad.
Las primeras rampas del Paso de Vrsic estaban cerca, el frío comenzó a anunciárnoslo, unos kilómetros antes de vislumbrar la nieve en las cumbres más altas. Comenzamos a ver algunas motos, entre ellas destacaban uns BMW y una TRiumph con sidecar, unos verdaderos trasatlánticos sobre tres ruedas. Se dirigían, con toda probabilidad a alguno de los pasos que separan Slovenia de Austria.
Entre bosques de hayas y reconfortados por el verdor de la fronda, empezamos nuestro ascenso por la solitaria carretera. Las curvas, cerrados giros de ciento ochenta grados, estaban empedradas dando una extraña sensación al negociar las primeras. Estas vueltas y revueltas se repetían, como clonadas, hasta la saciedad en vertiginoso ascenso hacia el collado del puerto. Curva tras curva, en un mareante periplo, las hayas, temerosas de los rigores altitudinales, dejaron paso a los abetos y a la vegetación alpina al mismo tiempo que el frío iba abriéndose paso en la montaña. Unas nubes oscuras presagiaban agua para media mañana.
Una vez en lo alto, con los pulmones henchidos y quizá el mal de altura rondándome la cabeza, sentí como el corazón se me encogía dentro del pecho, acongojado, empequeñecido por la majestuosidad serena de las moles calizas que, tapizadas de verde y blanco, se extendían más allá de donde alcanzaba la vista. Allí, sobrecogido por la rotundidad del paisaje, cerré los ojos y tomé otra bocanada de aire fresco haciéndome el firme propósito de regresar a los Alpes Julianos con mi moto para vivirlos en profundidad.
Tras cuarenta y ocho vertiginosas curvas, cerradas sobre si mismas en pos de una espiral inalcanzable, llegamos al fondo del valle para comprobar que mi capacidad de asombro aún tenía que recorrer otro trecho antes de serenarse.
Cabañas de madera y enormes praderas tan sólo hendidas por un riachuelo juguetón de un intenso color azul eran los únicos pobladores del valle en esta época. A pesar de que hacía un rato que había comenzado a llover me sentía dichoso, , emocionado hasta un punto cercano a la histeria por estar rodando en aquellos parajes idílicos. Supongo que la altitud había alterado un tanto mis percepciones sensoriales o quizá realmente aquel lugar era tan bello como yo lo percibía. La luz, el verdor, las extrañas aguas azules del río, todo ocupando su lugar sin estridencias en un equilibrio que se me antojaba armónico, se alineaba, de nuevo, para mi disfrute. Una vez más a lomos de la moto volvía a sentir ese placer infantil que experimento tantas veces y que debe asemejarse bastante a lo que llaman felicidad.
Así seguimos toda la mañana, pasando de un idílico valle a otro y, en mi caso, con la sensibilidad extrema rondándome de forma continua.
Sobre las dos de la tarde o las tres ya habíamos abandonado la región por el Paso di Predil y nos dirigíamos a Ampezzo por el río Fella en pos de los míticos Dolomiti y sus miles de “tornanti”. Atrás habían quedado el Passo Di Mauria, el Lago dei Predil y otros lugares memorables que quedarían en mi retina para siempre. Nos detuvimos en varios pueblos en busca de un ciber. Nuestra intención era reservar pasaje para viajar en barco desde Génova hasta Barcelona, evitado de este modo las tediosas y caras autopistas francesas. Nuestro viaje estaba tocando a su fin, tan solo nos quedaba un día y medio de viaje por Italia. Una vez en España nuestro periplo habría concluido, aunque, como comprobamos dos días más tarde, aún nos quedaba aventura etílco-festiva en Logroño. Pero entonces no lo sabíamos.
En Pieve di Cadore, a las cuatro de la tarde y después de varias incursiones inútiles por los bellos pueblos del Valle di Cadore, por fin encontramos un cibercafé con dos ordenadores donde nos resultó imposible hacer una reserva electrónica de modo que, haciendo de tripas corazón llamé por teléfono a la naviera Grande Navi Velocce pomposo nombre para la velocidad que luego desarrollaría el ferry. En mi italiano macarrónico, donde una palabra desconocida se traduce del español simplemente terminándola en “i”, me dispuse a explicarle a la chica los pormenores de la reserva y ella, muy solícita, me pasó con una compañera italo-argentina que hablaba correctamente español. Mi gozo en un pozo.
Una vez resuelta la reserva y saciada nuestra hambre, (ya eran las cinco de la tarde), volvimos a la carretera en dirección a Cortina d´Ampezzo, capital de los Dolomitas. También llamada la Perla de los Dolomitas es un lugar exclusivo y pijo hasta la náusea, rodeado de cumbres alpinas que rondan los 3000 metros de altitud y donde uno podría quedarse a vivir eternamente si no fuera por un detalle nimio: su precios son rallanos con lo absurdo para la economía de unos mindundis como nosotros. Nuestro periplo comenzó en una de las cafeterías del pueblo, preguntando, por la predicción meteorológica primero, por el Passo a Selva di Cadore después y, finalmente, por un hotel barato. Cualquiera de las tres incógnitas quedó sin despejar, las dos primeras por falta de fluidez en italiano y la última de ellas por ser una pura quimera. Dolorosamente comprobamos que no existe hoteles baratos en Cortina y que los más asequibles rondaban los cien euros, un gasto al que, si bien podríamos asumir por una sola noche, me negué en redondo. Dimos más de tres y de cuatro vueltas por la villa a
la búsqueda del chollo del siglo pero éste, simplemente no existía. Yo sopesé la posibilidad de dormir bajo la escalera de unos edificios de apartamentos y, probablemente, de ir solo, haría mi hogar en aquel humilde rocho, a pesar de anunciar, con grandes carteles que disponía de videovigilancia. Gelu no estaba por la labor así que, después de perder más de una hora rondando por el hogar de la jet-set invernal, abandonamos la idea de hacer más “pasos” y pasar. Yo no me resignaba a estar en los Dolomitas y dejar de lado las carreteras que le dan fama motorística este lugar pero, la noche cernía sobre nuestras cabezas y la lluvia, incesante, desanimaba cualquier intento por nuestra parte de conquistar los altos. Y así, cabizbajos abandonamos Cortina d´Ampezzo con la desilusión de haber estado tan cerca.
Ahora teníamos la disyuntiva de seguir hasta encontrar un alojamiento económicamente razonable y para eso debíamos salir de aquel valle de pijería sin fin. Las opciones eran al Este, por las montañas o al norte, hacia Austria por las tierras bajas. Habida cuenta de la hora, la oscuridad, la lluvia y los kilómetros que ya llevábamos, optamos por dirigirnos hacia el norte, Dobiacco. Allí encontramos un hotel que, si bien no era de precios populares, no resultaba tan escandalosamente insultante como los vistos hasta entonces.
Allí nos quedamos aquella noche con la tristeza de dejar atrás todos aquellos maravillosos “tornanti”.
[…] que buscaba niñas pijas esquiando en los Dolomitas y solo encontró a dos tipos desesperados en Cortina d´Ampezzo que no encontraban un lugar asequible para […]