Ayer decidí subir el Stelvio a pesar de que trae malos recuerdos. Lo haré, no sólo por mi que llevo más de diez años soñando con ello, cuando en una revista de motos leí el viaje de alguien que había estado por ahí arriba. También por mi compañero de ruta.
El día amanece con niebla en las cumbres y no parece que vaya a haber muy buenas vistas desde el puerto. Me da igual.
Antes de salir pas opor el hospital a ver que tal ha pasado la noche el convaleciente. Como era dee sperar no hay novedades. El asunto se está convirtiendo y algo rutinario y desesperante. Nunca hay novedades, nunca pasa nada. Estamos deseando que el drenaje deje de fluir y poder volver a casa pero esto es el cuento de nunca acabar. Día tras día siempre es lo mismo. “Domani vidiamo”, “quatre o cinque giorno”, “tutto va bene”… pero aquí seguimos varados sin posibilidad de ir a ninguna parte. Cuando el pulmón deje de estar encharcado podrán embarcarlo “sullo aéreo”, en el avión, y yo dirigirme al norte, a Suiza, Lyon, Pamplona y mi casa.
En la habitación, mientras le cuento a Gelu mi intención de ir a Bormio y Stelvio entra un chico joven con una caja de bombones. Su cara está compungida y avanza con timidez hacia la cama. “Edmund”, – le digo. “come stai?”. – mientras le extiendo la mano con una sonrisa.
Edmund era quien conducía el Fiat que arrolló a Gelucho. Está nervioso y su expresión denota abatimiento y miedo a partes iguales. Se deshace en disculpas en un, para nosotros, incomprensible tedesco mezclado con un italiano bastante rudimentario. Charlamos sobre su trabajo y sobre lo mucho que sintió haber causado el accidente.
Luego, mientras preparan la habitación, Edmund y yo salimos a la calle donde me cuenta sus desgracias de los últimos meses. Su novia, embarazada, ha tenido un aborto hace unas semanas y lo han dejado después de un montón de años de relación. Lleva tres días sin dormir a causa del accidente. Ha llamado al hospital varias vece spero no quisieron darle información así que, se armó de valor, y vino a ver cómo estaba el enfermo.
De vuelta en la habitación recibe una especie de absolución, de perdón fraterno por parte del herido y se va entre disculpas y palabras de agradecimiento. Parece una buena persona, Edmundo.1
Ahora estoy, de nuevo, sobre la moto. Vuelvo a pasar por quinta o sexta vez por el punto exacto del accidente, ya me lo conozco de memoria y creo que tardaré tiempo en olvidar el lugar. Asciendo lentamente y vuelvo a superar los “tornanti” más endemoniados. Hoy ya se ve un poco de tráfico, alguna moto solitaria y un par de deportivos de pequeño tamaño. La niebla se deshace en jirones, dejándose descolgar mansamente entre los bosques de abeto y, más arriba, en las laderas peladas y cubiertas de nieve, pueden verse grandes claros. Hoy no hay marmotas fijando su curiosa mirada en mi.
Aparco la moto debajo del cartel de Bormio, al lado de otras cuatro motos con matrícula española. Creí que iba a ser el primer español en pisar el Stelvio en el año 2010 pero no, he sido el quinto. El puerto abrió ayer por la tarde y hoy ya está a rebosar de motos. Compro algunas pegatinas en los puestos de souvenirs a precios de infarto, saco unas fotos y me dejo inundar por el placer de estar aquí arriba. Es como un estúpido sueño cumplido, una obsesión mantenida en el tiempo que ahora se va para dejar paso a otro estúpido proyecto, a otra estúpida obsesión. Al menos esta no me ha desilusionado, estoy donde tengo que estar.
Y tres veces he tenido que intentarlo para llegar hasta aquí. ¿Acaso era algo tan difícil? Me invade una cierta zozobra. Hay una persona que me acompañó en los dos primeros intentos y que ahora yace en una cama del hospital de Silandro. ¿Acaso es una víctima de mis obsesiones? No puedo evitar sentir, de nuevo, un sentimiento de culpabilidad. Es inevitable preguntarse, ¿y si yo no hubiera…?.
Me voy al Umbrailpass que separa Italia de Suiza. La frontera está vacía y corre un viento frío. Comienzan a caer las primeras gotas. Al entrar en el país helvético la carretera mejora, el asfalto es nuevo y no se ve ni un solo bache. Estoy en el culo del mundo alpino e, incluso aquí, el orden cuadriculado de los suizos se ve en detalles mínimos. Una papelera enorme en cada apartadero con sus correspondientes apartados para separación de residuos, una valla de madera primorosamente colocada… De repente se termina el asfalto y entro en una pista de tierra. Ni un solo bache. En mi país hay carreteras que envidiarían esta pista.
Delante de mi tres motos austríacas se afanan en la bajada. Volvemos al asfalto y la custom se queda atrás. Nosotros tres seguimos hacia abajo en dirección al fondo del valle devorando curvas de pendiente imposible.
El viaje se termina y vuelvo al hospital donde permanezco tres horas. Me conozco cada escalón, cada pasillo, cada sonrisa amable de las enfermeras, cada mirada indiferente del ordenanza. Todo es tan familiar y tan malditamente cercano…
A las cuatro de la tarde recibo una llamada de la asistencia médica en España. Me dan una previsión de alta para el viernes y repatriación en 24 o 48 horas. Parece que las cosas se van aclarando y que la maquinaria herrumbrosa de la vitalidad parada vuelve a ponerse en marcha pesadamente.
Una brisa caliente recorre todo el valle de Venosta creando un ambiente opresivo. En las calles peatonales de Silandro veo muchas chicas jóvenes paseando a sus hijos en cochecitos de bebé. La proporción de mujeres con respecto a los hombres es de tres a uno por lo menos. Decenas de niños en bicicleta pasan ante mi mientras apuiro una cerveza Forst en la terraza de un bar. Sus risas resuenan entre las callejuelas a la par que la barriga oronda de un alemán llega de hacer trekking. Este es un bonito lugar para descansar y olvidarse de todo, perdido en un hermoso valle alpino del norte de Italia. Cada minuto tengo presente a mi amigo, tumbado en la cama con los ojos fijos en el techo de la habitación y furtivas miradas a las cumbres nevadas de su derecha. El tempo transcurre despacio, como la arena de la playa escurriéndose entre los dedos de las manos. Necesito volver a la carretera.
Esta mañana tuve un conato de discusión telefónica con Elena a causa de la moto. Comprendo perfectamente su angustia por mis escapadas, su preocupación cada vez que emprendo un viaje pero hace años que, para mi, viajar en moto es algo más que un placer, es una necesidad imperiosa de la que no consigo desengancharme. Intuyo que esto va a traer problemas de convivencia.
1 El día que esto se publica le arrancaría los ojos a Edmundo y le rellenaría las cuencas con hormigón, pero eso es otra historia.
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