Hace unas semanas fui al entierro de un amigo. En realidad no era el entierro, era una incineración pero aún me cuesta trabajo, supongo que por cuestiones culturales, decir eso de «voy a la incineración de fulanito«. Se murió con 49 años, de una de esas dolencias repentinas que te llevan de un día para otro y que dejan a los deudos cariacontecidos y desolados.
Llegué al tanatorio con el tiempo justo, a toda leche para la despedida final y aparqué la moto en la entrada principal. Me da un poco de vergüenza meterme con la moto hasta el mismísimo meollo, ya sea en un entierro o en una feria pero de tenerla, me resisto a desaprovechar esta supremacía de movilidad. La entrada en escena, aún sin ser espectacular, distrajo a los asistentes a los tres decesos que se celebraban y todos se quedaron mirándome con cara compungida. Me sentí raro. Me quité el casco, la chaqueta, la espaldera, el jersey… Todo con una parsimonia y una pompa muy acorde con los actos que se estaban celebrando. Luego, una vez que dejé de ser el blanco de las miradas y todos volvieron a las tareas del estar, deambulé por el tanatorio en busca de la capilla ardiente de mi amigo. Como no la encontré, me senté fuera, al tibio sol invernal mientras me liaba un cigarrillo. Enseguida decayó el interés por mi persona aunque aún despertaba ciertos recelos y notaba como alguna mirada huidiza me fiscalizaba. O por curiosidad, vaya usted a saber.
Después, una vez terminadas las exequias, los vivos volvimos a nuestros bollos. El mío no era otro que dedicar el resto de la mañana a deambular por carreteras secundarias y a dejarme inundar por la sensación de estar lleno de vida. Subí la Faya de los Lobos, en el concejo de San Martín del Rey Aurelio. Recuerdo que la última vez que anduve por estos parajes la carretera era una infecta sucesión de baches, simas y barrancos y también recuerdo que juré y perjuré que no volvería jamás por allí hasta que arreglaren semejante caos.
La carretera, reparada con la precariedad que caracteriza a los tiempos de crisis, asciende dura en las primeras rampas y enseguida se asoma uno al Valle del Nalón en una de aquellas curvas empinadas. Desde allí arriba la industrialización del Valle no se aprecia, enmarcado como está en verde invierno y callado todo en el silencio de domingo soleado. Por desgracia, desde el fondo del Valle tampoco se aprecia, sumido todo en decadencia, en reconversión industrial, en desmantelamiento de las minas y en franca huida hacia adelante.
Desde que compré el intercomunicador de los chinos, hace ya dos años, pocas veces viajo sin música. Encuentro más atractivo el paisaje, más evocadoras las montañas y más agradable el sonido de cualquiera de mis playlist que el ruido constante del viento en el caso. Recuerdo la primera vez que viajé con música. Parecía que el paisaje, que me conocía de memoria, mutaba al ponerle la banda sonora. Era como estar asistiendo a tu propio documental, como verlo en una pantalla gigante. Esa sensación que pronto se hizo familiar y mundana, quedó desprovista de toda la teatralidad épica del primer día pero ya no pude prescindir de la música.
Subiendo la Faya estaba sonando alguno de los recios temas de Sons of Anarchy y yo me sentía como un verdadero malo malote. Ensayé una mueca amenazadora y me dispuse a pasar por encima de cualquier viejecita que tuviera la osadía de cruzarse en mi camino. Mientras movía la cabeza arriba y abajo al ritmo de aquel compás metalero, con la mueca de disgusto ancestral y la mirada torva, podría haber liderado a los mismísimos Satanases del Infierno. Pero hete aquí que, por mor de esa habilidad que tiene el Universo para impartir justicia cósmica, cuando terminó el tema que estaba sonando, la misma playlist me devolvió a mi lugar en la Tierra ; inmediatamente y sin previo aviso los primeros acordes de «El Pequeño Tamborilero» de Raphael desdibujaron mi mueca de hombre duro y me inocularon un espíritu navideño que borró la pose de delincuente curtido. Toda la rudeza y el sex-appeal de macho alfa se acababan de ir por el desagüe.
Me sentí tan ridículo como feliz.
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