Acuden a mi, como un mantra recurrente, las sensaciones de ayer, regresando de uno de esos viajes de ida y vuelta a ninguna parte. Una solitaria carretera gallega de tercer orden, flanqueada por fragas pobladas de robles y castaños que, a principios de primavera, ya comienzan a ponerse nerviosos, pugnando por emerger de nuevo a la vida. Un paisaje cambiante en el que nada permanece y en el que se ve cómo, año tras año, el abandono del campo es cada vez más patente. Los campos y tierras de labor van dejando paso a plantaciones de pinos en las que los muros de piedra que los circundaban ya no tienen razón de ser. Aún así, persisten como testigos mudos de otra época. Pueblos que se suceden aletargados, indolentes, un absurdo remedo de lo que fueron y de lo que ya nunca volverán a ser.

Dos jubilados arrastran pesadamente sus pies por el arcén y nos dedican una lacónica mirada de aburrimiento cuando pasamos a su lado con parsimonia, a lomos de la V-Strom. Del mismo modo que los muros de piedra, su existencia se va agostando en interminables paseos vespertinos que imntentando que los saquen de su tedio.

Me concentro en la carretera, en la conducción mientras las escasas curvas de “as Terrás Chás” van dejando paso a las suaves ondulaciones de Castroverde y O Cádavo. Mi atención se centra en lo único que existe en ese momento: la carretera, la moto… Nada en el mundo es tan importante como eso en el preciso instante en que pienso en ello. No puedo estar en ningún otro lugar al mismo tiempo y absolutamente nada de lo que piense o haga cambiará esa realidad tan plausible. Ahora todo lo que existe, y probablemente lo que no, se reduce únicamente a la experiencia de conducir, de negociar curvas, de intentar la trazada perfecta. Y todas ellas son perfectas porque son únicas e irrepetibles y nunca habrá otra forma de trazarlas porque el tiempo solo avanza en un sentido. No habrá otro instante idéntico a este. Parecidos sí, sin duda, pero nunca iguales.

Estos pensamientos hacen que todo mi ser esté, en ese momento, involucrado en la tarea de desplazarme en moto. Las curvas quedan atrás, la gasolina quemada contamina el aire detrás de nosotros, las gotas de agua se depositan en la pantalla de casco y se alejan por efecto del aire, quedando, al igual que cada instante, definitivamente atrás.

Una vez más todo está donde tiene que estar, al margen de la opinión que yo pueda tener de ello. Lo bello del paisaje, lo horrendo del feismo, el rizado del asfalto… Cualquier cosa es como es, es lo que es y mientras esté agarrado al manillar, mientras no haga otra cosa, seguirán siendo. Alejo cualquier pensamiento de futuro, de pasado, cualquier problema; todo se reduce a lo que estoy haciendo en ese momento. Ni siquiera me molesto en retener sensaciones, ni paisajes, ni recuerdos. Ahora todo fluye con naturalidad dentro de mi cabeza y nada más existe.

De vez en cuando pierdo la concentración y me descubro pensando en otra cosa, dejando volar la imaginación a rincones lejanos, a problemas cercanos que nada tienen que ver con la tarea que estoy realizando. Vuelvo a centrarme y solo pienso en la trazada, en el pausado discurrir del paisaje a mi lado. Me imagino quieto, en perfecto equilibrio sobre la moto mientras el mundo se desplaza a mi alrededor.

Y por un momento así es.

Todo está en movimiento y yo estoy parado sobre la moto con el único objetivo de no hacer otra cosa que no sea lo que estoy haciendo. Poco importa si tengo que rectificar una entrada en la curva, si al salir la moto ratea un poco achicada o si el adelantamiento ha quedado un poco justo: todo es como tiene que ser porque nunca volverá a suceder.

Una copiosa tormenta de primavera me saca de mi binomio perfecto y el café se impone. Una pausa.

Luego más curvas, más carretera y mi curva perfecta que, como siempre, espera paciente mi paso para acogerme en su seno. Tan perfecta, tan bella y siempre distinta. Cada día un matiz, una hoja, una flor, un suspiro… tan igual y tan distinta.

Y todo tan impermanente.