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Por Tierras de Sanabria y Bragança. Marzo de 2009

680 km

 

No son muchos días sin salir en moto sin embargo, con este duro invierno que parece que llega a su fin, me da la impresión de que hace mil años que no viajo. Apenas tres o cuatro mil kilómetros son los que he podido hacer en estos meses que, comparados con las rutas del pasado año suenan, simplemente, a paseos.

Hoy, después de la tregua climatológica de los últimos días, salimos con dirección a la comarca de Sanabria, poco menos de trescientos kilómetros, pero que me sonaban a viaje a lo exótico e ignoto. Ni siquiera era la primera vez que estábamos allí, pero cuando uno tiene la sensación de estar anclado cualquier salida se magnifica y parece mucho más de lo que es.

El primer tramo del viaje discurrió, tal y como sucede desde que empezaron las obras de la carretera, entre cascotes y baches, en una zona de guerra que se alargó más de 25 km. Nada nuevo, cierto, pero no por ello menos desagradable cuando te ves inmerso en una carretera que parece estar sembrada de minas antitanque y continuamente castigada por el fuego de mortero.

Todo da igual, ante la rueda delantera volvía a abrirse un trozo de mundo para ser explorado, ( o reexplorado). A nuestra izquierda se extendían una sucesión de valles y montañas que, no por vistas, dejaban de ser espectaculares. Los Ancares destacaban, allá al fondo, con sus cumbres aún coronadas de nieve marcando su presencia majestuosamente entre la bruma del mediodía. Un ojo pendiente de la carretera, de mi curva favorita y del exquisito trazado de la carretera de Fonsagrada a Lugo. El otro sin perder detalle del paisaje e imaginando que detrás de los cordales montañosos había otros y otros y otros. Montañas hasta la saciedad, valles hendiéndolas hasta el hastío y carreteras ignotas para ser recorridas hasta elfin de los tiempos. Ya sabía que no era así, allí detrás, las montañas se sucedían, si, pero enseguida se rendían, se deshacían en la enorme planicie de León y de Castilla.

Más adelante, unos cuantos kilómetros, otros paisajes me sobrecogen y me parecen tan subyugadores como ese que ahora contemplaba. Otra vez las verdes llanuras de Esperela, justo antes de meternos de lleno en la Nacional VI. En primavera y verano, estos paisajes engalanados de verde insultante, son como una postal. Me gusta imaginarme que es un paraíso de una realidad alternativa y por eso nunca entro en los pueblos que los jalonan. Al penetrar en cualquiera de esas aldeas, al intentar tocar la ropa que mansamente se seca al tibio sol invernal o al querer captar con mi cámara eso que solamente se puede ver con todos los sentidos a la vez, la magia se desvanecería al instante dejándome solo la realidad sondable y carente de halo sobrenatural que vislumbro al pasar, despreocupado, con mi moto por estas tierras. Me gusta pasar por aquí y no quiero investigar más.

Pronto nos metemos hacia en interior de Ourense a través del puente que cruza el río Sil y nos mete de lleno en Galicia y el Parque Natural da Serra da Enciña da Lastra. Son también carreteras conocidas, ahora tengo que alejarme muchos kilómetros de mi zona o perderme por infectas carreteras de tercer orden para encontrar una carretera que no haya transitado.

Hace unos meses comencé a marcar con rotulador en un mapa viejo las carreteras que ya había rodado alguna vez en moto y todo el noroeste del país aparece sumido en una oscura telaraña. Se me están acabando las posibilidades de ruta sin repetir caminos.

Avanzamos a buen paso hacia a Rúa, con algunos reproches por parte de Elena que considera excesiva cualquier velocidad superior a los cien kilómetros hora. Hace más o menos un año que pasamos esta ruta en dirección a Portugal y en esta ocasión encontramos la misma densidad de tráfico es decir, nada.

 

Sanabria


Llegamos a la Puebla de Sanabria con los últimos rayos de sol y también con el frío de la Sierra de la Culebrahaciéndose notar a pesar de la ropa invernal que usamos. Hacía, por lo menos, doce o catorce años que no estábamos aquí y yo encontré el pueblo muy cambiado; Elena ni siquiera recordaba haber estado nunca, tiene memoria de pez para estas cosas. Yo guardo datos inútiles en mi cabeza, recuerdos que, la mayoría de las veces no sirven para nada, como el haberme cruzado con un coche de tal o cual color en esta curva o que el queso que compramos en tal sitio tenía el envoltorio amarillo. Afortunadamente, en ese maremagnum de recuerdos inservibles que bien podrían pertenecer a otro, se acumulan un montón de imágenes de los lugares en los que estuve alguna vez, a veces con una profusión de detalles que me resulta la mar de reconfortante.


Sanabria

 

Sanabria

 

Cenamos en La Posada de La Puebla de Sanabria, un lugar plagado de exquisiteces y con un trato agradable y correcto. Me vienen a la cabeza esos lugares autodenominados de “trato familiar”. Joder, si es tan familiar que no me cobren o que me hagan precio de familiar en primer grado. Elena siempre comenta eso del trato familiar y a mi me hace mucha gracia. En realidad me da igual como me traten mientras sea bien.


Sanabria

Después de la cena unos chupitos en la Taberna Las Ánimas y a dormir en el Hostal La Trucha, enorme establecimiento de trato familiar de precio poco contenido a tenor de los cuarenta euros que pagamos a la mañana siguiente.

El lunes, mientas la mayoría de los mortales en edad laboral y con la fortuna de poseer un trabajo se dirigían a él, nosotros comenzábamos la mañana desayunando un cruasán y un chupito de zumo de naranja para iniciar otra jornada de ruta por las carreteras de Portugal en dirección a Bragança. Como diría nuestro amigo Juan “luego dicen que los ricos nos aburrimos”.

Desde la Puebla nos internamos por una carreterilla que, en un pis pas, nos deja en el abandonado puesto fronterizo, dos edificios sin banderas, sin habitantes y sin burocracia condenados a desaparecer al haber perdido cualquier utilidad. Aunque no digo yo que, con las vueltas que da la vida, se vuelvan a cerrar fronteras con la misma facilidad que se abren. Allá, un kilómetro al fondo, entre el monte, la frontera deja de ser una línea imaginaria en la mente de los ciudadanos para convertirse en una verdadera línea que hiende el terreno en forma de gigantesco cortafuegos para que no haya dudas sobre el país en el que estás. Sin embargo, de no ser por ese nimio detalle, todo parece la misma cosa, los mismos pinos, los mismos robles, el mismo fresco mañanero y, por encima de todo, el mismo sol desparramándose mansamente por esta campiña que se eleva a mil metros de altitud. Me imagino que han pasado un duro invierno con las copiosas nevadas que han caído a lo largo de los últimos meses.

Entramos en el Parque Natural de Montesinho y circulamos paralelos a un río, serpenteante al principio y que fluyecon mansedumbre en cuanto comienza a abrirse paso por el bucólico valle de França. Otra vez siento esa emoción pueril que me asalta en Babia. Qué cosas!, es ver un río, un valle con colinas, unos puentes de piedra, unos parados y unas casas diseminadas por aquí y por acullá y ver la belleza emergiendo por doquier. No sé que especie de trauma infantil debo tener pero este tipo de paisajes me llena plenamente. Me ocurre lo mismo con el paisaje de los quesitos El Caserío, aparte de ser fiables, según su propio eslogan, la casita con tejado rojo en medio de los campos me encandila.

Una vez en Bragança recorremos el centro de la c
iudad y, lo que yo imaginaba como una urbe provinciana de barullo pueblerino es, en realidad, una tranquila población de tamaño contenido, con escaso movimiento y una tranquilidad supurante que exaspera un poco. Presidida por un majestuoso castillo supongo que será oro de esos lugares que se dedica a languidecer toda la época invernal para emerger tímidamente en la época estival. En cualquier caso Portugal no se caracteriza por su ambiente. 
Castillo de Bragança


Castillo de Bragança

 

 

Salimos de Brangança y enseguida volvemos a la zona rural, siempre esquivando la autopista por mucho que la dama que mora, cautiva, en el interior de mi GPS se empeñe en lo contrario. Pesadita eres coño! Ascendemos un tranquilo valle, (todo es tranquilo por aquí en esta época por lo que se ve), y me sorprende encontrar fincas de olivos coexistiendo con castaños y robles. Eso me da una idea de las temperaturas veraniegas por estos lares. La carretera es una delicia sin tráfico y con un firme bastante aceptable que nos va acercando de nuevo a España y a la provincia de Zamora. De nuevo un puesto fronterizo y un bar a cada lado del río que, a buen seguro, han conocido tiempos mejores. Ahora dos clientes con cara aburrida dormitan en la terraza del portugués. El de la zona española está, directamente, cerrado. Tres guardias civiles, con cara de no tener amigos, ni conocidos, ni parientes nos dirigen una mirada escrutadora, cuando paramos en la explanada que ellos ocupan, a reorganizar la mini bolsa de sobre depósito.

En España todo cambia de forma abrupta. Una enorme carretera se abre ante nosotros con obras de ampliación en algunos tramos. Nos preguntamos para qué tanta ampliación en un lugar tan poco concurrido como este. Misterios de la Unión Europea, supongo. El mundo se hace más abierto y las rectas se suceden durante un buen rato hasta que nos desviamos a una secundaria que nos lleva, entre robles melojos por pueblos de la comarca de Aliste, aburridos, despoblados, agonizantes también hasta que llegue el verano y el tranquilo bullicio de los veraneantes les insuflen un hálito de vida que durará, como mucho, hasta las siguientes Navidades. Me conozco bien la cantinela porque es un patrón que se repite, hasta la saciedad, por toda la geografía española. La tendencia del ser humano en las postrimerías del siglo pasado y en lo que llevamos de este es, precisamente eso, abigarrarse en ciudades cada vez más grandes y abandonar los pueblos y las zona rurales. Supongo que en algún momento tendrá que invertirse la tendencia y abandonar este insostenible modo de vida pero ni siquiera estoy seguro de que yo vaya a verlo. De lo que sí estoy seguro es que esto tiene que reventar por algún sitio. Pero no se preocupen mis lectores porque este es el fin último de todas las especies que pueblan el orbe: la extinción. Una vez comprendido este axima y asimilado con total naturalidad la vida es mucho más sencilla, se lo aseguro.

Llegamos a Villardeciervos donde no podemos constatar si éstos se han extinguido o no. allí, en la plaza del pueblo solo un ciervo de plástico se yergue con vergonzosa majestuosidad en lo alto de un pedestal. Para rematar la humillación del pobre ungulado le toco los genitales y me río en su cara mientras me observa con una de sus astas en lamentable estado. Quizá la berrea y sus luchas con otros plasticosos congéneres han dado al traste con su, otrora, bella estampa. Un ciervo de plástico, hay que joderse. Cosas veredes, amigos míos, que han de asombraros y darán fe de que la estulticia mora entre nosNos tomamos un Martini blanco, (dios bendiga una y mil veces este brebaje), y planeamos el resto de la ruta. Habíamos barajado la posibilidad de internarnos en la sierra de la Cabrera pero se nos está haciendo tarde y la carretera de esa comarca no están para prisas de modo que concluimos que lo mejor será salir a la Nacional VI en Astorga y un par de más tarde estaremos en casa.

Villardeciervos

Nos detenemos a comer en el pantano de Valparaíso, en el río Tera, al puro estilo “salto de mata”, es decir sacando las viandas que habíamos portado desde casa.

Embalse de Valparaíso

 

 

 

Después de comer seguimos por carreterillas comarcales, rizadas hasta el vómito hasta llegar a Astorga. De allí, la archiconocida carretera nacional, nada de autovía y derechitos a casa sin más novedad.

Misión cumplida