Después de haber tomado un frugal y anodino desayuno en el área de servicio me incorporo de nuevo a la autopista. En la incorporación la cadena ha vuelto a dar muestras de agotamiento, emitiendo unos gemidos que me ponen los pelos de punta. Sigo pensando que es imposible que esté en mal estado, ¿cuántos kilómetros llevo con este kit? ¿17.000? Recuerdo haber insistido en el taller en que colocasen buen material. Con la Teneré ya tuve que cambiar la cadena a mitad del viaje por colocar lo más barato y juré que no me volvería a pasar.
Estoy circulando a 150 km/h en un caudaloso río de camiones entre los que me siento como un barco de papel. Cada rebufo, cada adelantamiento es una tarea molesta y pesada. Adelanto convoyes con las más variadas mercancías una y otra vez y me da la sensación de que no avanzo, como si estuviera metido en un estúpido bucle sin fin. Llevo tantas horas sobre la moto que tengo la sensación de que se me agotan los pensamientos. Me duele el culo y el cuello comienza a cargárseme. Me doy un masaje y siento el tacto frío y sucio del guante en mi cogote. A lo lejos veo el inconfundible cajón azul del radar. Todos los que he visto en este viaje “disparan” de frente, a la cara. Carecen de la ruindad de los que hay en España. No tienen ese componente traidor y cobarde de sacarte una foto por la espalda. Venciendo el natural instinto de conservación acelero y mantengo una velocidad de 155, creo que será suficiente. Cuando estoy a diez o quince metros se dispara el flash. Sonrío para mis adentros y pienso en lo que acabo de hacer como un íntimo acto de venganza hacia todos los cinemómetros que me han “cazado” en estos años. No son muchos, quizá cuatro o cinco pero suficientemente insultantes como para clamar justa venganza. ¿Y ahora qué?, -le digo mentalmente-¿me vas a mandar la foto a casa? No entiendo muy bien este sistema de control de velocidad en el que te sacan la foto “por delante” quedando la matrícula resguardada de la foto indiscreta.
Cerca de Pau salgo de la autopista. Ya no soporto tanto tráfico de camiones y este ruido constante que me vuelve loco. Ahora circulo por una nacional muy tranquila entre las colinas suaves del Pre-Pirineo. La carretera se está estrechando en los últimos kilómetros y estoy pasando por pueblos fantasma en los que apenas si se ve algún signo de actividad. Allí abajo, entre los castaños, sobresale un pequeño “chateau” en lo alto de un promontorio. Un poco más abajo se extiende la llanura de Tarbes y Pau plagada de bosquetes y caseríos dispersos.
Hace unos minutos que el GPS ha dejado de funcionar y me detengo en una granja para intentar una reparación. Corre un viento frío y húmedo en esta especia de altiplanicie en la que me encuentro y me resguardo en un cobertizo. No sé por qué pero albergo la esperanza de que el granjero se asome a la puerta de casa al ver un intruso merodeando por el granero y, conmovido por mi tez aterida y mi cara de hambre, me invite a tomar un café y a comer un pincho de queso con chorizo o, en su defecto, el embutido típico de la zona. Luego charlaremos un rato sobre viajes, sobre la vida en el medio rural francés del Midi Pyréneés y sobre la política social de Sarkozy. Nada de eso ocurre. Ni siquiera soy capaz de reparar la alimentación de GPS así que, frustrado, me subo de nuevo a la moto y me dirijo hacia el norte, guiado por mi instinto, en busca de la autopista. No encuentro a nadie a quien preguntar por la dirección correcta. Al cabo de un rato entre bosques y praderas llego a Pau.
Los McDonalds son un activo fijo en este mundo globalizado. No necesitas saber idiomas, un BigMac es un BigMac aquí y en Kaliningrado. Y el payaso Ronald tiene la misma cara de psicópata pederasta en cualquiera de sus enfermizas versiones. Calculo que serán las cinco de la tarde y una hamburguesa es tan buena opción como otra cualquiera. Cuando estoy inmerso en este tipo de viajes en solitario en los que lo único que hago al cabo del día son kilómetros al tun tun, la alimentación pasa a ser algo secundario, una mera molestia que hay que solventar para no caer en la inanición. Por lo demás, prescindiría de comer perfectamente.
La chica de las hamburguesas muestra una sonrisa forzada que esconde su punto de tristeza. Su coleta cae como una cascada por el cierre de la gorra roja y le da un aire infantil y desenfadado que choca con su mirada aburrida. “Bigmac silteplé”. Y un Big Mac tan aburrido como mi propia presencia yace moribundo en su caja de poliestireno extruído.
Frente al Mac Donalds hay un taller de Ducati y aprovecho para comprar grasa para la cadena e intentar una puesta a punto de la misma por un profesional. Despliego todo mi encanto para que me cuelen la moto cuanto antes hablando mi mejor francés y esmerando la pronunciación al máximo. El dueño me pregunta si soy italiano. Bueno, no me ha cazado. Me dice que hablo muy buen francés y eso me llena de orgullo.
El profesional dice que la cadena está en las últimas, que no tiene solución y que tenga cuidado. Joder,- pienso-, cuando pille a mi mecánico lo mato!.
Vuelve a llover mientras viajo en dirección sur, a la Col de la Pierre de Saint Martin. Pienso en champán malo.
He dejado atrás, hace un rato, el último pueblo grande antes de la frontera, Oloron, un pueblo del que no sabría decir si me gusta o no. Una catedral medio gótica a la que apenas presto atención y un río torrentero en el que se marcan las ondas de la lluvia. Todo es gris y frío.
Más arriba, hacia el puerto, todo es verde y frío. Estoy en plena zona rural y la zona es bonita pero no consigo disfrutar del paisaje. Algunas vacas pastan al lado de la carretera y los pueblos se van espaciando cada vez más. La niebla se empeña en engullir todo cuanto me rodea. Conforme asciendo los prados dejan paso a los bosques de hayas y las curvas se hacen cada vez más cerradas. Algunas vacas bajan hacia el valle guiadas por sus pastores con cara circunspecta. Ocupan toda la carretera.
La cadena emite unos quejidos cada vez más escandalosos y tengo miedo a que se rompa. En cada salida de curva el continuo clac-clac se eleva por encima del ruido del motor, amenazante, reprochándome su sufrimiento. La niebla oculta todo el paisaje y solo veo unos palmos por delante de la rueda delantera. De repente, con la cadena en mal estado, todo lo que bajo otras circunstancias sería maravilloso me resulta aterrador. La posibilidad que quedarme tirado varias horas en una carretera perdida del Pirineo, el frío que me está calando hasta los huesos, el accidente de mi compañero… todo revolotea por mi cabeza con una insistencia mareante. Deseo salir de aquí cuanto antes.
Arriba, en el puerto que separa Francia del Valle del Roncal, la temperatura es de cinco grados y la niebla lo cubre todo con su manto espeso. No hay nada que odie más que viajar con niebla. Ese no saber lo que te rodea o, lo que es peor, no saber dónde estás, me vuelve loco. Siempre necesito saber donde estoy, no perder el norte, por eso le doy tanta importancia a los mapas y me jacto de mi sentido de la orientación. Es importante saber dónde está uno por mucho que no se sepa hacia donde va. Sabiendo el lugar en el que te encuentras siempre tienes la posibilidad de decidir si quieres ir a alguna parte.
Tenía un vecino que se volvía loco con la niebla. Literalmente. Cuando, los cortos días del invierno eran ocupados, sin pudor, por esa horrenda luz que todo lo iguala, se encerraba en su casa, gritaba, aullaba y se imaginaba, quizá con cierta dosis de razón en su locura, que todo estaba en contra suya.
Joder cómo odio la niebla.
Como una barahúnda de seres informes surgen cientos, miles de cabras desplazándose con su trote nervioso. Están apiñadas a las órdenes de un perro pastor y cuando, por fin se retira la niebla después de dos kilómetros siguiéndolas, puedo ver el rebaño en toda su magnitud. Es enorme. Me congratulo de que cabras y ovejas sean animales pacíficos y no engendros mutantes como en la película “Ovejas Asesinas”. No quiero ni pensar en un ataque coordinado de un rebaño de estas proporciones.
Pues ya estoy en España y no siento nada. Quizá sea que no estoy en España-España sino en el Valle del Roncal, patria de abertzales irredentos y forales donde los haya. Ya queda poco. Desciendo cómodamente por la nueva carretera que vertebra el valle y me sorprendo al encontrar un enorme nevero cerca de la estación de esquí. Y aún me sorprende más encontrarme, en plena carretera, con una curva de trescientos sesenta grados. Una curva… redonda, circular… cosas veredes amigo Sancho, cosas veredes.
Volver al Roncal siempre es un placer, independientemente de las circunstancias. Hoy estoy aterido de frío, agotado y deseando detenerme pero al rodar por este valle me inunda de nuevo el placer del viaje, se me llena el pecho de Roncal. Los hayedos, estrenando hojas nuevas y bullendo de vida me saludan desde las laderas del valle. Los buitres se adivinan en los riscos y todo, absolutamente todo, vuelve a ser perfecto.
En Urzainqui en casa de mi amigo Josean, solo pienso un un café bien cargado de coñá y una ducha caliente. Vuelvo a tensar la cadena en un absurdo intento de reparar lo irreparable. Mañana me comparé una nueva.
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